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Violencia y Maltrato en las Ecologías Relacionales: Hacia una Epistemología de la Corresponsabilidad

Violence and Maltreatment in Relational Ecologies: Toward an Epistemology of Corresponsability

Maria Lujan Christiansen*a

Interpersona, 2013, Vol. 7(1), 150–163, https://doi.org/10.5964/ijpr.v7i1.115

Received: 2013-03-03. Accepted: 2013-05-27. Published (VoR): 2013-06-28.

*Corresponding author at: Ex Convento de Valenciana S/N, Valenciana, Guanajuato, Gto.C.P. 36240. E-mail: mlchris_mex@hotmail.com

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Este artículo se inscribe en el abordaje del tema de la violencia familiar, contribuyendo primeramente al recuento panorámico de los modelos explicativos hegemónicos, clasificados como psicologizantes y sociologizantes. Asimismo contrasta, expone y destaca las bondades del denominado Enfoque Ecológico de la Violencia Doméstica propuesto por Donald Dutton, e intenta mostrar que tal marco de ideas exige la exploración de una epistemología relacional que trasciende el clásico propósito de las propuestas reduccionistas (obsesionadas con la búsqueda de una causa última de la violencia). Desde la perspectiva ecosistémica se exhorta al ejercicio de formas de pensamiento no exclusivamente lineales, y a la combinación de las diversas teorías existentes bajo la premisa de que se trata de un fenómeno complejo y multicausal, y por lo tanto más apto para el tratamiento pluriteórico que para su monopolización disciplinar.

Palabras Clave: violencia familiar, enfoque ecológico, epistemología relacional

Abstract

This article is about family violence. Firstly, it synthesizes the panoramic vision of hegemonic explicative models, classified as psychological and sociological. It also contrasts, exposes and exalts the merits of the so-called Ecological Approach of Domestic Violence defended by Donald Dutton, and tries to show that such a framework of ideas requires the exploration of a relational epistemology that transcends the classical purpose of the reductionist proposals (obsessed with the pursuit of an ultimate cause). The ecological perspective is encouraged to exercise no-linear ways of thinking, but the combination of various existing theories, under the premise that violence is a complex and multicausal phenomenon, and therefore more suitable for pluritheoretical treatment than for disciplinary monopoly.

Introducción

Que en nuestra época contemporánea la violencia familiar ha salido a la palestra no requiere de argumentación alguna. Basta con devorar unas cuantas horas de noticias y/o de recorrer a vuelo de pájaro las agendas de los investigadores de las ciencias de la salud mental para advertir su incontrovertible peso como tópico de preocupación académica, política y social. El presente artículo sirve a diversos propósitos: 1) situar el concepto de "lo familiar" en el contexto de la apelmazada demarcación entre los niveles macro y micropolíticos; 2) fertilizar el terreno para la siembra de una perspectiva multidimensional y ecosistémica desde la cual asir el tema de la violencia familiar, en abierto contraste con las tradicionales propuestas unilaterales prolíficamente reinantes. Desde lo general, este trabajo pretende asimismo exhortar a la reflexión integradora de los dispersados puntos de vista existentes y para ello adopta una especial sensibilidad hacia los cuestionamientos epistemológicos.

"Lo Familiar" en la Violencia Doméstica. Una Propuesta de Articulación de Perspectivas Micro- y Macrosociales

Hay una concepción que permaneció arraigada por largo tiempo en el acervo teórico de las ciencias sociales y que, afortunadamente, se ha comenzado a desmontar. Reúne un enjambre de ideas que giran en torno a la creencia de que la violencia familiar es un asunto estrictamente privado porque transcurre dentro de un ámbito de relaciones íntimas (supuestamente impermeable a la injerencia del Estado y de las otras instituciones sociales, como por ejemplo la escuela). Desde una óptica semejante, "lo familiar" se ha inscrito en el dominio exclusivo de lo "microsocial" entendido como espacio ajeno a las luchas de poder que se entablan en los niveles políticos de lo "macrosocial".

Ahora bien, contra esta dicotomización rígida e idealizante, se han rebelado varios críticos, alegando razones que desprecian tales caricaturizaciones deterministas ligadas a epistemologías reduccionistas. La politóloga argentina Pilar Calveiro (2005), por ejemplo, afirma que el análisis de lo familiar comprende ambos niveles: lo macrosocial moldea a la familia a través de la influencia de "las construcciones sociales de lo masculino y lo femenino como opuestos y complementarios, de las condiciones materna, paterna y filial desde posiciones de poder jerárquicas, [y] de los roles que se asignan a cada uno dentro y fuera de la dinámica familiar" (p. 29); pero también la familia conforma -a nivel microsocial- una dinámica interaccional, concreta y específica, que la hace única, no generalizable.

En el abordaje de la violencia doméstica, esta multiplicación de niveles complejiza los análisis que se enfocaban en el plano de lo macro (con exclusión de lo micro) o a la inversa. Cabe recordar que, en el colectivo cultural contemporáneo, aún pululan las explicaciones unilaterales que insisten en esgrimir que la causa fundamental de la violencia familiar hay que buscarla en el patriarcado (factor macrosocial). Calveiro (2005) reconoce que los estudios de género han sido pujantes en la excavación de la relación entre género y poder, pero les reprocha el no rebasar esa típica "perspectiva lineal y descendente del poder que, hasta cierto punto, simplifica el problema" (p. 16). La concepción feminista -que tanto ha hecho avanzar la investigación de la violencia doméstica- ha quedado reiteradamente atrapada, según esta autora, en los recurrentes prejuicios derivados de entender el poder desde una lógica binaria que divide el campo de las luchas interpersonales en dos partes bien delimitadas: dominantes y dominados, vencedores y vencidos, victimarios y víctimas (asignándole a la mujer un rol fijo en el segundo elemento de cada dicotomía). La politóloga sostiene que esta forma de plantear la cuestión tiene varios efectos indeseables: no da cuenta de las posiciones intermedias, polivalentes o ambivalentes que se adoptan de manera cambiante al interior de las reyertas familiares; tampoco reconoce que el ejercicio de poder no se agota en la relación dominio-sumisión por la sencilla razón de que el poder genera reacciones que no siempre se presentan como confrontación abierta. La noción foucaultiana de "micropoder" (Foucault, 1992) resulta aquí útil porque traslada el foco observacional hacia procesos aparentemente menores, nimios, intrascendentes, que operan lenta pero constantemente, y que erosionan el supuesto poder central de una manera desconcertante pero muchas veces eficaz, tal como sucede con la resistencia (a la que Calveiro llama "fuerza de los débiles").

Así, en la embestida al problema de la violencia doméstica, no se puede ignorar que las diversificadas formas de los juegos de poder, confrontación, sumisión y resistencia pueden encubrir dinámicas familiares y sociales inesperadas e impredecibles. Estos aspectos -inherentes a los sistemas complejos- son claves para entender la postura aquí adoptada respecto a "lo familiar" en la cuestión de maltratos, agresión y violencia, que pretende no sólo tener en cuenta la necesidad de atender a variados niveles sino también de no claudicar ante la tentación de subsumirlos (Belsky, 1980; Christiansen, 2012). Para evitar tal vicio, Calveiro propone visualizar a la familia como un "sistema autoorganizador", con relativa autonomía, distinguiéndose de la sociedad más amplia, pero a la vez siendo una parte de la totalidad social. Esto tiñe a "lo familiar" de un aspecto paradójico en la medida en que, al mismo tiempo, se presenta como dependiente e independiente de lo social, lo político y lo público. Calveiro acude a otro principio tomado de Edgar Morin (1994) para explicar mejor esta idea: "La familia está en medio de la sociedad y es parte de ella, así como la sociedad misma puede encontrarse al mirar la familia, sin reducirse una a la otra" (p. 30). La estrechez entre ambas no anula "las especificidades que exceden los simples juegos de espejos" (p. 30).

Desde tal ángulo, es menester considerar que, si bien "lo familiar" no es inmune a las relaciones de poder que circulan en la sociedad, tampoco representa "la sociedad en miniatura". La familia "conforma, en su interior, una compleja red de vínculos diferenciados, pero que guardan sintonía, posibilitan, reproducen y también transforman las relaciones de poder sociales y políticas" (p. 30). En un lenguaje recursivo podríamos decir que la sociedad modela a la familia que modela a la sociedad (y la inversa también es válida). Vania Salles (1991) refuerza esta conceptualización al explicar que la familia y la comunidad, aunque se influyen recíprocamente, no se pueden reducir una a la otra, porque las relaciones familiares constituyen "un ámbito de creación de símbolos, de formas de convivencia y estilos de vida (..) que a pesar de ser ininteligibles aisladamente (es decir, fuera del contexto general de las relaciones sociales), guardan un cierto grado (aunque pequeño) de autonomía" (p. 68). Así, dichas relaciones familiares tienen un carácter específico y contingente constreñido por la organización del campo transaccional de cada familia, regulada por "situaciones de consenso y conflicto que se generan en el contexto de la producción y distribución del poder" (p. 68). Dentro de un determinado marco histórico-social, "los sujetos que componen la familia elaboran a su manera las características generales que fundan lo social y lo histórico" (p. 68). Esto equivale a decir que "las familias no son receptores pasivos sino activos, cuyas acciones generan modalidades distintas de relaciones familiares" (p. 68), abonando a la idea de sentido común de que "cada familia es un mundo". Salle enfatiza que la autonomía relativa se ve tocada por aspectos de la más diversa índole, como lo puede ser la situación de clase de cada familia (donde los arreglos que se llevan a cabo pueden gestar relaciones originales). Así, por mucho que puedan contrastar las situaciones en cuanto a las opciones posibles, se establecen modalidades de influencia en las que los ámbitos sociales aparecen como determinantes de relaciones familiares sin que se establezcan en el marco del esquema causa/efecto. Más bien son las mediaciones las que pasarán a ser consideradas el gran quid de la cuestión (Salles, 1991, p. 69).

De manera global, entonces, podemos avizorar una creciente aceptación de la idea de la existencia de (macro)relaciones sociales y políticas que afectan a -y, simultáneamente, son afectadas por- las (micro)relaciones familiares. Dicho reconocimiento de la dialéctica que existe entre el micropoder y el macropoder, entre la microviolencia y la macroviolencia, entre el microcosmos familiar y el macrocosmos social, nos invita a pensar concienzudamente acerca de una multitud de prejuicios peligrosos que perduran en los imaginarios culturales al servicio de la creencia de que la violencia "real" y "pura" es cabalmente aquella que ocurre en los macroprocesos sociales (en detrimento del interés que puedan despertar no sólo los microprocesos sociales sino las combinaciones, interacciones y retroalimentaciones entre ambos planos). De tales imprecisiones, no siempre ingenuas, suelen derivarse atrincheradas nociones, como lo son por ejemplo el asumir que la violencia política es una cuestión más delicada que la violencia doméstica (y que esta última es a-política), o que las estrategias del poder resistente que operan en las microviolencias son menos consecuenciales que el poder confrontativo de las macroviolencias.

Ahora, debe quedar claro que la precaución en evitar los reduccionismos (al reconocer la especificidad de la violencia en cada uno de los múltiples planos) no debe ser en absoluto interpretado como una instigación a desconectar el enredado tejido cultural/comunitario/familiar/individual por el que las conductas violentas circulan. Abordarlos como si estuvieran desligados sería equivalente a olvidar que la experiencia es fruto de un complejo de relaciones, y que por lo tanto el comportamiento de los individuos dentro de la familia como de la familia dentro de la sociedad no está impermeabilizado. Carlos Sluzki, por ejemplo, sostiene que la distinción entre la (micro)violencia familiar y la (macro)violencia política se vuelve borrosa (aunque no borrada) si atendemos al hecho de que en ambos casos quien debe supuestamente protegernos (padres, cónyuges, hijos, Estado) se transforma en una fuente de horror que impide cualquier orden, estabilidad y predictibilidad. Sluzki (1994) aduce que las condiciones óptimas para mantenerla y reproducirla se dan especialmente cuando dicha transformación está enmascarada por un contexto discursivo que la justifica. Advierte que la calidad siniestra y el efecto traumático devastador de la violencia familiar y política "son generados por la transformación del victimario de protector en violento, en un contexto que mistifica o deniega las claves interpersonales mediante las cuales la víctima reconoce o asigna significados a los comportamientos violentos y reconoce su capacidad de consentir o disentir" (p. 360). Sluzky subraya que la violencia adquiere características devastadoras cuando el acto violento es re-rotulado ("Esto no es violencia, sino educación"), cuando su efecto es negado ("No te duele tanto"), cuando el corolario de valores es redefinido ("Lo hago por tu propio bien", "Lo hago porque te lo mereces"), cuando los roles son mistificados ("Lo hago porque te quiero"), o cuando la posición de agente es re dirigida ("Tú eres quien me obliga a hacerlo").

La adopción de una posición que no hunda la microviolencia en la macro (o la macro en la micro), pero que tampoco descuide sus intersecciones, traslapes y realimentaciones, nos permite entender, por ejemplo, que si bien la cultura patriarcal es un factor ineludible para entender la violencia doméstica, no puede ser enarbolada como una causa directa y única. Con un estilo ácidamente oposicional, y acentuada dosis de irreverencia, Javier Álvarez Deca (2009, 2012) ha denunciado que la parafernalia estadística que le da fundamento "científico" a tal (macro)concepción está infectada de sesgos que reflejan las creencias generalizadas de que la violencia familiar es, en el fondo, violencia de género, y que esta última es unidireccional, padecida sólo por las mujeres y meramente defensiva en el raro caso de que sea la mujer quien la perpetra. Desde allí ha acusado al feminismo clásico de sostener "un complejo andamiaje legal, judicial y mediático que, durante decenios, ha sido el marco de respuesta al fenómeno de la violencia doméstica" (2012, p. 7).

Calveiro (2003, 2005) pareciera avalar este malestar expresado por Deca, al objetar la tendencia del feminismo a reforzar la idea de que el poder familiar se ejerce de manera estrictamente vertical, del hombre hacia la mujer y de la mujer (en su rol materno) hacia los hijos. Señala que, al delimitar el tema de la violencia familiar desde tal miopía epistemológica, se ha dejado de lado que quienes ocupan posiciones de desventaja en los esquemas relacionales no son víctimas inermes, sino sujetos que ensayan formas creativas de invertir los resultados o al menos de reducir los efectos nocivos de las asimetrías. Situar -a secas- al hombre en una posición de poder, y a la mujer en una posición de no-poder, implica una flagrante omisión de la naturaleza compleja de las relaciones de fuerza, dominio y violencia en las redes vinculares de la familia. La metáfora de la red nos insta a no buscar compulsivamente la existencia de un centro de poder único y monopolizante (aunque genere esa apariencia externa). Como vemos cotidianamente, tanto en la esfera familiar como en la social, el "centro" de poder que oficialmente se reconoce como tal no siempre coincide con los múltiples espacios de poder que operan fácticamente (a veces desde lugares y roles que, prima facie, podrían enmascararse como periféricos, insignificantes o inofensivos).

La conceptualización de la violencia doméstica bajo la impronta reduccionista de muchos de los estudios de género ha sido asimismo cuestionada por Donald Dutton (1985, 1988, 1994, 1995, 2006a, 2006b, 2006c, 2010, 2012). Si bien le conceden a las contribuciones feministas el mérito de haber aumentado la sensibilidad hacia el contexto relacional de los episodios violentos, Dutton, Hamel y Aaronson (2010) señalan que, muchos de los vínculos contradictorios que se forman en los contextos de maltrato, y que dificultan el abandono de relaciones maltratantes, no pueden ser comprendidos desde nociones meramente sociologizantes (aunque tampoco resulten plausibles los posicionamientos individualizantes, como lo son las teorías etiológicas prioritariamente basadas en la psicopatologización individual del agresor y/o del agredido). Dutton (1994) considera que el grueso de las ideas tradicionalmente defendidas a capa y espada por los estudios de género se han circunscripto a enunciados generales sobre el dominio y los privilegios de los hombres sobre las mujeres, criticando ferozmente la estereotipificación simplista de las mujeres pero transmitiendo múltiples estereotipos masculinos que parecieran unificar a los machos bajo una misma necesidad androcéntrica de poder (Walker, 1989, p. 696). Gran parte de las conclusiones que las feministas extraen acerca de las reacciones violentas de los hombres como motivadas por el desafío a su autoridad, su honor y su autoestima están basadas, de acuerdo a Dutton, en estudios de hombres criminales, pero luego son generalizadas bajo la idea de que el maltrato a las mujeres se deriva de patrones psicológicos y comportamentales normales en la mayoría de los hombres, los cuales actúan de acuerdo a prescripciones culturales adoradas por la sociedad occidental (agresividad, dominio masculino, subordinación femenina), y desde las cuales el uso de la fuerza física es visto como un recurso para tal fin (Dobash & Dobash, 1979). Así, señala Dutton, la cosmovisión feminista no debería colocar al patriarcado como la causa directa y principal del maltrato a las mujeres (Bograd, 1988), sino como un inductor que interactúa con otras causas. Dutton subraya que ese exagerado énfasis sobre los determinantes culturales ha sumido en el desinterés aspectos que involucran otras nociones igualmente relevantes, entre ellos los que tienen que ver con la noción de "personalidad" (y que requiere un abordaje por separado).

Gran parte de la inconformidad de Dutton con respecto al enfoque de la violencia familiar desde el prisma de género reside en el tipo de pregunta que investigadoras, clínicas y activistas feministas han considerado como disparador de sus trabajos, a saber: "¿Por qué los hombres le pegan a las mujeres?". Plantear la pregunta en estos términos ha conducido el análisis hacia la violencia física en la relaciones heterosexuales (Bograd, 1988). Pero (y suena hasta ocioso explicitarlo) la violencia física no es la única forma de violencia existente, ni se da excluyentemente en la heterosexualidad. Nuevos interrogantes podrían conducir al explorador hacia destinos menos trillados. Dutton, por ejemplo, le otorga un peso significativo a la pregunta "¿Por qué hay en las familias interacciones violentas?" e insta a plantearse otras cuestiones enigmáticas que, desde el observatorio feminista, no encuentran respuestas fáciles (como lo es por ejemplo la cuestión de por qué al interior de una misma cultura patriarcal, no todos los hombres maltratan a las mujeres, o por qué se registran altos índices de maltrato en parejas lésbicas, gays u otras, o por qué -cuando se pregunta distinto- aparecen alarmantes datos de maltrato ejercido de mujeres hacia hombres).

Muchas veces no se termina en el atolladero por las respuestas que damos, sino por las preguntas que hacemos (y que prefiguran la información obtenida). La selección de los interrogantes de los que nos servimos para investigar el fenómeno de la violencia portan un gran repertorio de definiciones que van encarnadas en las recurrentes preguntas que organizan la investigación, y que culminan buscando respuestas distintas a las mismas preguntas incansablemente repetidas: "qué es la violencia", "quién agrede a quién", "quién es más maltratante", o si resulta ser "la cultura" o "el individuo" quien deba sentarse en el banquillo de los acusados. En lo que sigue de este trabajo, veremos que el cambio de perspectiva epistemológica desde la cual se aborde dicha cuestión contribuye a ampliar la oferta de los interrogantes y a construir formas de observación no ceñidas a esquematizaciones tan simplificantes. El desafío se encamina hacia una indagación alejada de la epistemología lineal que hasta el momento se ha empeñado en reducir las causas (de la macrosocial a lo microsocial, o viceversa), o en aislar una causa única. A continuación examinaremos enfoques que han comenzado a enriquecer el terreno de reflexión concerniente a la violencia familiar desde una epistemología sistémico-relacional.

Un Modelo Ecológico Para el Abordaje de la Conducta Violenta

En tanto objeto de estudio, la violencia doméstica es "tierra de todos" (situación que Thomas Kuhn (1971) describiría como "pre-paradigmática"). A pesar de que no es objetivo de este artículo ofrecer un espectro de las muchísimas teorías existentes al respecto, vale la pena al menos mencionar que dichas teorías han sido clasificadas, grosso modo, en psicologizantes y sociologizantes (Villavicencio & Sebastián, 1999). Dentro de la primera vertiente (psicologizante), se destacan la teoría del ciclo de la violencia atravesado por el agresor (en sus tres fases de acumulación tensional, explosión y arrepentimiento) y la teoría de la indefensión aprendida (desde la cual se supone que la víctima adolece de déficits cognitivos, afectivos y motivacionales que le impiden percibir el empobrecido autocontrol del agresor). En el segundo paquete de teorías (sociologizantes) han prevalecido la teoría del aprendizaje social o teoría de la transmisión intergeneracional de la violencia (cuya premisa central orbita alrededor de la idea de que los roles de víctima o victimario se correlacionan con el hecho de haber atestiguado conductas violentas a lo largo de las experiencias tempranas), la teoría de los recursos y la teoría del intercambio (según las cuales la violencia es un medio a disposición de un fin), así como la teoría del estrés (que aboga por la idea de que son los estresores junto con la pobreza de mecanismos de afrontamiento y de factores de protección lo que hunde al individuo o al grupo en situaciones violentas). Bajo el influjo de esta óptica se sitúa también la teoría feminista, que -como se dijo- enmarca a la violencia familiar dentro de las constantes formas de opresión propias del patriarcado.

En contraste con tales tendencias monocausales, se han formulado enfoques alternativos que plantean la necesidad de abarcar una combinación de causas, y que se conocen con rótulos distintos, tales como "modelos multifactoriales" o "multidimensionales". Entre ellos, se destaca el elaborado por Stith y Rosen (1992), nombrado "Modelo Interactivo de la Violencia Doméstica", propuesto más tarde en términos preventivos por Stith y Farley (1993). Asimismo, dentro de esta imponente arremetida de las propuestas multicausales, sobresalen los llamados "modelos ecológicos", o ecosistémicos. Desde ese anclaje, D. Dutton (1985) ha propuesto la formulación de una teoría de la violencia que se ocupa de los efectos interactivos de la cultura más amplia (macrosistema), la subcultura o "lo comunitario" (exosistema, también llamado mesosistema), las redes familiares (microsistema) y las características individualmente aprendidas (ontosistema). Inicialmente la denominó "teoría ecológica anidada", basándola en el modelo de desarrollo humano que propuso Urie Bronfenbrenner (1977a, 1977b, 1978, 1979), y que en el marco del tema de la violencia familiar sirve para dar cuenta de la multicausalidad de la misma. Cabe recordar que Bronfenbrenner entendía el desarrollo humano en términos de una progresiva acomodación mutua entre un ser humano activo, que está en proceso de desarrollo, y las propiedades cambiantes de los entornos inmediatos en los que esa persona en desarrollo vive. Dado que tal proceso dinámico y recíproco se ve influenciado por las relaciones que se establecen entre estos entornos y por contextos de mayor alcance en los que aquellos están incluidos, Bronfrenbrenner definía el sistema ecológico como un conjunto de estructuras seriadas, cada una cupiendo dentro de la siguiente, al estilo de las muñecas rusas. Desde tal posición, no es posible sostener que el individuo es la causa de lo que acontece en su entorno, ni que el entorno es la causa de lo que acontece en el individuo. Más bien se diría que el entorno afecta al individuo que afecta al entorno (y al revés).

En dicha metáfora se inspiró Dutton (1985) para explicar las diversificadas causas del maltrato, las cuales se despliegan básicamente en cuatro niveles: 1) el macrosistema, que contiene a los demás (sub)sistemas, y que abarca la constelación de valores, actitudes y creencias compartida por la cultura dentro de la cual el acto violento tiene lugar. Desde los parámetros albergados dentro de este marco general se ponderan las prácticas que involucran las relaciones de fuerza y de poder, así como los roles y las funciones que cada quien desempeña dentro de la organización social. La ideología patriarcal, inductora de la dominación masculina, encaja adecuadamente dentro de este nivel; 2) el exosistema, que se corresponde con el nivel comunitario con el que una persona interactúa de manera indirecta o directa, y en cuyo interior hallamos el complejo entramado de servicios e instituciones relacionadas, por ejemplo, con la salud, la educación, el trabajo, las profesiones, entre otras. En dicho nivel el ejercicio de la violencia puede verse legitimado a través de múltiples formas de impunidad y revictimización, sea por la laxitud de las leyes, su incumplimiento o la inexistencia de las mismas; 3) el microsistema, que le da nombre al entorno relacional más inmediato, y que está constituido por las interacciones cara-a-cara que el individuo mantiene en el medio más próximo, especialmente con la familia de origen y ampliada. En ese marco más íntimo acontecen los aprendizajes transaccionales que influirán en los futuros estilos de vinculación, y que tienen que ver fundamentalmente con los patrones relacionales que se despliegan redundantemente en las familias. Por ejemplo, los basados en formas democráticas de relación, o, por el contrario, en formas autoritarias; 4) el ontosistema, que contiene la historia personal del individuo dentro de un plano biosocial y que pone de relieve aspectos psicológicos típicamente abordados en términos de personalidad y caracterología. La victimización infantil, así como el desarrollo de la necesidad de ejercer poder sobre los otros, son dos condiciones que se acoplan dentro de este nivel. El siguiente ejemplo, tomado de Dutton (1988) serviría para proporcionar una visión más global de cómo se combinan estos múltiples niveles: el maltrato a la esposa (estandarte de la violencia doméstica) es mucho más probable cuando en la vida de un hombre se conyuntan, enredan y refuerzan los siguientes diversos factores: fuertes deseos de dominar a las mujeres (ontosistema), exagerada ansiedad acerca de las relaciones íntimas (ontosistema), asimilación de modelos-de-rol violentos (ontosistema), escaso desarrollo de habilidades para la solución de conflictos (ontosistema), estrés en su trabajo o desempleo (exosistema), aislamiento de los grupos de contención (exosistema), dificultades en la comunicación (microsistema) y luchas de poder (microsistema), exposición y participación en una cultura donde la hombría se define por la habilidad de responder a los conflictos agresivamente (macrosistema), etcétera. Bajo esta confluencia de condiciones, adviene un nicho adecuado para el florecimiento de la violencia.

Tras un aterrizaje sobre el terreno de la implementación de este modelo, hay que mencionar que una de las bondades del enfoque ecológico de la violencia doméstica reside en su fertilidad para el discernimiento de factores de riego implicados en cada nivel, y las específicas necesidades de intervención que demandan. Siguiendo la exposición que al respecto hacen Olivares Ferreto y Incháustegui Romero (2009, pp. 13-18), y de acuerdo con las premisas fundamentales de las teorías existentes, caben señalar como factores de riesgo en el plano personal (ontosistema): los antecedentes de conductas agresivas o de autodesvalorización, los denominados trastornos psíquicos de la personalidad, la drogodependencia y otras adicciones, así como vivencias o situaciones de crisis individual alentadas por frustraciones de índole muy variable (laboral, escolar, profesional, sentimental, entre otras). A nivel del entorno familiar del individuo (microsistema: familia de origen, familia creada, amistades), son factores de riesgo la exposición prolongada a ambientes familiares violentos, donde se recibe maltrato directo y/o se atestigua la agresión recibida por los otros miembros del grupo (Figura 1).

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Figura 1

Representación gráfica de las características principales de cada nivel en el ecosistema relacional y de los concomitantes factores de riesgos. Figura tomada de Olivares Ferreto & Incháustegui Romero (2009, p. 18).

Asimismo los vínculos que se establecen en ambientes extrafamiliares cercanos que instigan comportamientos violentos pueden coadyuvar al aumento del riesgo de perpetrar y de sufrir alguna clase de violencia. En el plano comunitario (mesosocial, exosistémico: vecindarios, agrupaciones barriales, ámbitos escolares, laborales, institucionales, recreativos y religiosos) los factores de riesgo se enquistan principalmente en prácticas extendidas que cultivan la violencia, donde priman formas de vida en las que se ha legitimado y naturalizado su ejercicio o trivializado su gravedad. La violencia en los mecanismos de afrontamiento que los miembros de la comunidad comparte para dirimir los conflictos pueden estar drásticamente agudizados por situaciones de pobreza, exclusión, marginación, inaccesibilidad a servicios de salud y educación, entre otras. Las teorías que conciben a la violencia como originada en factores socioculturales darían cuenta de las entrecruzadas vías por las cuales las conductas violentas se normalizan dentro del tejido comunitario y se cristalizan en una aparatosa infraestructura de instituciones convertidas ellas mismas en factor de riesgo. Esto puede verse reforzado desde el nivel macrosocial, donde los factores de riesgo tienen un grado de abstracción más elevado pero no menos importante. La cultura de la ilegalidad, la corrupción, el abuso de poder y el desprecio a los derechos humanos de parte de quienes son responsables de hacerlos valer, son ejemplos de cómo tales macroconfiguraciones pueden propiciar un capital anómico desde el cual se potencien o se inhiban las conductas violentas (Olivares Ferreto & Incháustegui Romero, 2009). Cabe aquí traer a colación lo antes dicho por Sluzky acerca de la forma en la cual la violencia familiar y la violencia política pueden estar sujetas a procesos de influencia e intensificación recíproca.

Vale la pena insistir en el carácter "anidado" de la ecología al interior de la cual fermentan las conductas violentas, los intrincados modos en los cuales las diversas capas se organizan, se engrosan o se debilitan, se complementan o se contrarrestan. Mantener un enfoque ecológico ayuda a no empantanarse en las simplificaciones cómodas, intrínsecas al sentido común impregnado por una epistemología que -por motivos prácticos- disecciona las conexiones de los ecosistemas relacionales para luego seleccionar sólo un aspecto y olvidar el resto. La forma en la que se ha manoseado el tema de la violencia social en general, y de la violencia familiar en particular, ha estado largamente contaminada por hábitos muy afines a una epistemología más preocupada por el comportamiento aislado (y artificial) de las "partes" que por la relación entre dichas partes y la totalidad del sistema del que son precisamente "partes". Veamos algunos ejemplos de los vicios reduccionistas que tan frecuentemente se cometen en los foros de divulgación bajo la pretensión de crear consciencia y sensibilidad hacia la violencia. Como bien señala Enrique Del Percio (2010), muchos formadores de opinión han robustecido la idea de que el aumento de la "violencia escolar" (ahora bautizada como "bullying") es un efecto del incremento de la "violencia de la sociedad", y especialmente de la violencia familiar. Esta poderosa asociación causal resulta, en palabras de este autor, una superficialización por su anacronismo, ya que, si la violencia social fuera la causa directa y exclusiva de la violencia escolar, no podría explicarse por qué esta última emergió recién en la década de 1980 y no antes (cuando tanto la historia latinoamericana como europea de inicios del siglo XIX hasta mediados del siglo XX constituyeron períodos de altísima violencia). Del Percio hace extensiva esta reflexión hacia quienes responsabilizan lisa y llanamente a los medios de comunicación bajo el argumento de que la exposición de un niño a las escenas violentas mediante la televisión, el cine, los videojuegos e Internet son -a secas- la causa del incremento de la violencia. Tal explicación incurre -como la anterior- en una falta de sentido histórico al no considerar que en el período 1914-1945 se vivió una época de máxima violencia en Europa y el mundo, aún cuando los actores directos e indirectos de tal escenario bélico carecían de televisión y de computadoras.

A la luz de estos ejemplos hay que hacer hincapié en que, si uno olvida la naturaleza multicausal del fenómeno de la violencia, puede llegar a "confundir el mapa con el territorio" (Bateson, 1979, cap. 2). Es decir, uno podría deslizarse imperceptiblemente de la selección útil de un aspecto a la magnificación y unificación omniexplicativa que lo elevaría al rango de causa única (generalización que constituiría, según lo explica Denise Najmanovich (2012), una instancia de "violencia epistemológica"). En el caso recién expuesto, es innegable que las transformaciones tecnológicas del estilo de vida deben ser tomadas en consideración, pero es su combinación con muchos otros factores la que podrá dar cuenta de la singularidad de las conductas violentas como se viven en cada comunidad. Por ejemplo, en Europa y Estados Unidos un abordaje de la denominada "violencia escolar" no podría omitir ciertas transformaciones institucionales y legislativas (nivel mesosistémico) que impactan en las relaciones interpersonales (nivel microsistémico) y a nivel personal (ontosistema). Así, no podría analizarse el fenómeno de la violencia escolar ignorando el impacto que supuso, por ejemplo, la universalización de la enseñanza secundaria. Del Percio advierte que, en otra época, el problema se “resolvía” expulsando al joven violento antes de terminar la primaria, mientras que ahora deambula en el sistema hasta los 17 o 18 años:

Obviamente no es lo mismo para el docente enfrentar la agresividad de un chico de 10 años teniendo la herramienta de la expulsión del sistema, que enfrentar a uno de 16, con una mayor carga de conflictividad y frustración por permanecer en un sistema educativo que no le ofrece nada a cambio de su “buena conducta”. (Del Percio, 2010, p. 92)

Dos cosas parecen derivar claramente de esta opinión en conjugación con lo que veníamos diciendo: los cambios del contexto no pueden ser ignorados porque la comprensión se distorsiona o se mutila, pero, a la vez, tales cambios a nivel institucional/ legislativo tampoco determinan nada, porque no todos los afectados por dichas transformaciones atraviesan indefectiblemente experiencias de violencia. Como ya lo hemos mencionado, es el ensamblaje de factores lo que puede resultar de interés para la comprensión de las situaciones violentas en cualquier plano, incluido el doméstico. Al respecto hay que recordar que a una misma situación se puede arribar desde condiciones iniciales o puntos de partida muy diversos (lo cual, desde una perspectiva sistémica, recibe el nombre de "equifinalidad"). Y ello insta a un rastreo pormenorizado de cada nicho concreto, localmente situado.

Así, más relevante que abonar a la descontextualizada creencia de que la violencia social ha aumentado es, según Del Percio, comprender los complejos modos en que su ejercicio ha cambiado. Que hoy la vivamos como más próxima y exacerbada tiene que ver con condiciones de índole muy diversificada, entre las cuales se halla el hecho de su fragmentación, su carácter inasible, "líquido" e imprevisible (a diferencia de la violencia canalizada e institucionalizada de épocas anteriores). El esquema de múltiples niveles de cambio que utiliza Del Percio para hablar de la metamorfosis de la violencia da una vislumbre antireduccionista en la medida en que su descripción/ explicación no involucra uno sino varios entramados a deshebrar. Comienza por señalar que, en el capitalismo tardío (nivel macrosistémico), las profundas mutaciones en las condiciones de trabajo y producción instalaron formas de vida que predisponen a incesantes cambios de empleo, de barrio, de ciudad, de vecinos, de amistades, de compañeros, y a una correlativa frivolización de las relaciones interpersonales, así como a la debilitación de los lazos familiares y comunitarios (niveles mesosistémicos y microsistémicos). Por supuesto que la articulación de dichas condiciones puede dificultar significativamente la construcción de una subjetividad integrada, para la cual la mirada de los Otros es fundamental (nivel ontosistémico). Ahora, detengámonos en la forma que tal análisis reviste. Entre estos niveles no pueden trazarse relaciones lineales sino recursivas. No se diría, por ejemplo, que los cambios en el plano macrosistémico son la causa de lo acontecido a nivel mesosistémico. Causa y efecto se retroalimentan. Retomando las ideas de Del Percio, podríamos sostener que el capitalismo tardío impone formas de vida que contribuyen a dañar el tejido social, lo cual a su vez influye en un individualismo consumista que fortalece a dicho capitalismo.

Por otra parte, hay que hacer hincapié sobre lo que se mencionó al principio: no hay determinantes porque cada nivel tiene una autonomía relativa, que marca diferencias difíciles de predecir y que hace que no todos los que están expuestos a dichas condiciones macrosociales sigan un mismo camino preestablecido. En consecuencia, preferimos hablar de inductores o facilitadores. Por ejemplo, Del Percio advierte que la conducta delictiva y la propensión a adueñarse de lo ajeno son prácticas que tienen más posibilidades de madurar en contextos sociales donde el hiperconsumo se ha erigido como parámetro de estratificación, donde el fomento de la inmediatez ha atrofiado la capacidad de "desear el deseo", donde las estructuras de contención familiar y transmisión de la noción de respeto a la ley vigente están erosionadas, y donde se vivencia transgeneracionalmente la exclusión fáctica de tres ámbitos específicos: el familiar, el escolar y el laboral (Míguez, 2004). Dado este oasis de inductores, Del Percio (2010, p. 103) cree que "las políticas más eficaces para prevenir este tipo de trayectorias son aquellas que integran o combinan varias instituciones en el espacio de la comunidad o en el barrio del chico en situación de riesgo", porque la estructuración de la personalidad (ontosistema) requiere de la existencia y articulación de un proyecto de vida que imprima un "esfuerzo con sentido" más allá de la búsqueda del goce inmediato (como lo brinda la adicción a algo). Desear, nos recuerda Del Percio, es "desiderare": liberarse del destino, de lo inexorable, aprehender que la vida no está escrita. Que la política (macro y micro) no genere las condiciones para el pleno despliegue de las propias potencialidades de cada individuo es un aspecto que una mirada ecosistémica no puede soslayar en su análisis (como tampoco la inversa, es decir, convertirlas en causas directas y unilaterales de la conducta violenta). El equilibrio que una perspectiva ecológica debe conservar para no quedar empantanada en disquisiciones sociologizantes hace imperioso prestar atención a los factores más resbalosos en este tipo de enfoques, a saber: los individuales. Sin lugar a dudas, la dimensión ontosistémica es, probablemente, la más difícil de destejer desde una perspectiva donde lo individual amenaza con desdibujarse en una telaraña de "conexiones" inter e intrasistémicas (y que traza "conexiones de conexiones" (Keeney (1987)), pero que suele olvidar que sin partes no hay totalidad.

No obstante, desde el particular punto de vista adoptado aquí, hemos procurado preservar una mirada recursiva desde la cual hay un feedback entre la causa y el efecto (en este caso, entre las partes y la totalidad). En términos batesonianos diríamos que son las ecologías relacionales las que moldean a las personas que moldean a las ecologías relacionales. La conducta humana no puede comprenderse fuera de los contextos interaccionales y los nichos relacionales donde transcurre, pero, como bien lo advierte Juan Luis Linares (Carreras & Linares, 2006; Linares, 2006, 2007), las relaciones no existen en abstracto sino encarnadas en los individuos.

Conclusión

La posibilidad de abogar por un abordaje multidimensional y plurisistémico le da nuevo aire a las palabras de Gregory Bateson (1976) cuando afirmaba que la experiencia, por muy íntima que nos parezca, no es individual, no está atomizada, ni está ‘presa’, ‘dentro’ de alguien. A sabiendas de los daños inducidos por las complejas combinaciones de factores que fortalecen los procesos de violencia en distintos grados y modalidades, se instaura el imperativo de una toma de consciencia acerca de la estrechez de las teorías reduccionistas que se conformaban con ceñir el tema de la violencia doméstica y el maltrato a causas individuales, o familiares, o institucionales, o políticas, o legislativas, o sociales, o culturales, y una larga lista de disyunciones. En la forma en la que aquí lo hemos entendido, esas diversas instancias no se excluyen, sino que se conjuntan. Y no sólo se conjuntan sino que se retroalimentan. La violencia no se predica del “ser” sino de los espacios relacionales dentro de los cuales los individuos interactúan y se conectan, se desconectan y se reconectan incesantemente (y al interior de los cuales, mediante sofisticados procesos de descripción, definición, relato, narración, etiquetación, clasificación y diagnóstico, llegarán a "ser").

El meollo explicativo del Enfoque Ecológico de la Violencia tiene mucho que ver con su focalización sobre las condiciones en que devienen estas conexiones (antes que anclarse exclusivamente sobre las partes, los segmentos o los episodios aislados). Ello supone, como hemos argumentado, una epistemología relacional reñida con nuestro sentido común (enjaulado en el pensamiento unidireccional); asimismo amerita una seria revisión de cómo es entendida la causalidad, porque no se trata únicamente de multiplicar el número de causas (y de observar varias donde antes se observaba sólo una) sino de entender la manera recursiva en la cual se conectan los fenómenos entre los distintos niveles del ecosistema relacional (onto, micro, meso, macro). En este punto se hace menester reconocer que la epistemología que impregna el estilo del pensamiento occidental nos tiene muy poco acostumbrados a las prácticas conectoras, mientras que nuestros hábitos de análisis lineal y descomposicional constituyen un contrapeso a duras penas combatible.

Por otro lado, es sabido que dicho modelo ecológico ha tenido un favorable acogimiento en varias instancias (cabe recordar que en 2003 la Organización Mundial de la Salud (OMS) tomó en consideración la versión ecologizada de Lory Heise (1994, 1998), en sintonía con distintos dispositivos internacionales como lo son la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia en contra de la Mujer, adoptada por la Asamblea de las Naciones Unidas (Organización de las Naciones Unidas, 1993) y la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém do Pará, 1999)). En México la tendencia ecologizante se ha plasmado de la mano de la promulgación de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV, 2007). Si bien la buena recepción promete continuidad en la investigación, impone además retos de gran calibre. Dada la multidimensionalidad de dicho enfoque, se ha visto un vertiginoso aumento de la demanda de modelos de intervención interdisciplinarios que convocan simultáneamente a distintos sectores gubernamentales y no gubernamentales (Organización de las Naciones Unidas, 2006), aún cuando -bajo el dictado de la lógica de las disciplinas ultraespecializadas- reine muchas veces el desconcierto sobre cómo llevarlos a la práctica, y se termine fomentando el desgaste, la confusión y el despilfarro de recursos.

Sobre los laberintos de estas transformaciones se ha escrito prolíficamente, y todavía queda mucho en el tintero. Resta decir acaso que, con todas estas vicisitudes, la promovida ecologización del enfoque de la violencia doméstica no es la panacea. Sin embargo, nos insta a reflexionar seriamente acerca de la corresponsabilidad que impera en los diferentes niveles sociales y políticos acerca del fenómeno de la violencia doméstica, y nos demanda el hacernos cargo de que, en el mundo de las interacciones humanas, el no-hacer, hace.

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